LOS
NIÑOS, AL AMANECER DEL NUEVO MILENIO
Alejandra De
Gante Casas
"...la infancia tiene un lado hermoso y amable,
exaltado universalmente por los poetas. Pero la
historia de la infancia es también una pesadilla de
la que sólo recientemente estamos comenzando a
despertar [...] Las relaciones paterno-filiales
están gobernadas por una cierta ambivalencia;
coexisten en los padres los anhelos tiernos y
amorosos –que permiten la supervivencia del hijo–
con los instintos filicidas.
Mientras las tendencias protectoras son
universalmente exaltadas, las tendencias
destructivas y denigratorias –el filicidio– son
sistemáticamente ignoradas y la resistencia a
admitirlas dificulta su esclarecimiento..."
Arnaldo Rascovsky (1981)
Nos
felicitamos porque en este fin de milenio los menores
comienzan a ser considerados legalmente como personas cuyos
derechos deben ser respetados; en todos los foros ya son
tema de profundas discusiones y parecería que, por el
interés que despiertan, en nuestro país sí se respetan sus
derechos, que en nuestro estado el niño es escuchado y los
ciudadanos valoramos el papel de una infancia sana en los
aspectos físico y psicológico, y que muy lejos estamos de
las condiciones de maltrato que antaño vivieron los niños.
Pero también
nos encontramos con hechos aberrantes en contra de ellos,
como el tráfico de menores para prostituirlos, corromperlos
e incitarlos a drogarse; la prostitución, el rapto para la
extracción de órganos, o con fines pornográficos; la
delincuencia, la explotación y el homicidio. Esas
contradicciones humanas nos invitan a esclarecer algunas
dudas: ¿en qué medida la cultura por el respeto a los
derechos del niño rebasa la violación a éstos? ¿Cuáles son
las repercusiones de que nuestra sociedad reconociera
tardíamente la infancia como una etapa importante en el
desarrollo del ser humano?
En el
Diario Oficial de la Federación se publicó, el 25 de
enero de 1991, el decreto que promulga la Convención sobre
los Derechos del Niño (treinta y dos años después de su
proclamación), con 54 artículos que tutelan los derechos
humanos del menor. Preocupa que en los diarios locales,
nacionales e internacionales se describan hechos que
contradicen lo establecido por la Convención.
En el artículo
3 de esta Convención se señala la responsabilidad del Estado
para asegurar que las instituciones, servicios y
establecimientos encargados del cuidado o la protección de
los niños cumplan las normas establecidas por las
autoridades competentes, especialmente en materia de
seguridad, sanidad, número y competencia de su personal, así
como en relación con la existencia de una supervisión
adecuada.
En realidad,
muchas instituciones del Estado no cumplen tal disposición
con la excusa de la falta de recursos económicos. No es
posible dejar a la buena voluntad de quienes autorizan las
partidas presupuestarias, o a los devaneos sexenales o
trianuales, la decisión sobre la cantidad de recursos
económicos que deberán ejercer los centros que tienen bajo
su responsabilidad a menores. Si estamos convencidos de que
los niños son la principal riqueza de un país (recurso
humano no renovable), no se debe escatimar presupuesto en la
inversión de proyectos para mejorar su nivel y calidad de
vida.
El artículo 6
del mismo documento trata sobre el derecho del niño a la
vida. Lejos estamos de cumplir con ello en lo esencial: al
revisar las cifras del INEGI, advertimos que en nuestro
estado, en 1993, una de las principales causas de muerte de
menores (12.6 por ciento) fueron las infecciones
gastrointestinales y deficiencias de la nutrición. En ese
mismo año, 24 por ciento de las defunciones en niños de uno
a cuatro años se debieron al hambre y la miseria.
En el artículo
8 se establece el derecho del niño a preservar su identidad;
no obstante, son frecuentes los casos de menores a quienes
se les han negado un nombre y un apellido; sólo cuando se
requiere incorporarlos al sistema educativo se les registra.
El artículo 9
nos habla del derecho del niño «a permanecer bajo el cuidado
de sus padres, salvo que por disposición judicial se
demuestre que la relación con los padres no es beneficiosa,
y que el separarlo de ellos le resulte positivo al menor».
A pesar del
maltrato, la corrupción, la agresión sexual, etcétera, en
raras ocasiones la autoridad correspondiente pone a salvo al
menor, y lo separa de sus padres para garantizar su
integridad física. Por desgracia, muchos son depositados en
albergues infantiles (con carácter temporal) de asociaciones
civiles no gubernamentales o en las del propio Estado, sin
resolver su situación jurídica. Esta negligencia provoca que
al paso del tiempo, al no ejercerse acción penal o civil en
contra de los padres, éstos reclamen la custodia de sus
hijos. Con base en disposiciones legales reglamentarias y
hasta constitucionales, los niños son reintegrados al hogar,
lo que muchas veces empeora su situación y aumenta el riesgo
de que se atente contra su integridad física y psicológica,
ante la impunidad de sus agresores.
En otras
ocasiones, el menor permanecerá en el albergue hasta que la
institución que lo recibe tenga recursos para su
sostenimiento y manutención; los organismos civiles o no
gubernamentales no reciben del Estado ni de los padres
apoyos económicos que les permitan cubrir los gastos de
alimentación. También sucede que al llegar a la
adolescencia, las posibilidades de atención y cuidado son
rebasadas en gran medida.
Al pasar
muchos años en los albergues, el menor pierde la oportunidad
de incorporarse a alguna familia y se ve condenado a vivir
como refugiado, y después como un joven sin arraigo.Lo peor
se presenta cuando el menor huye del albergue; a la
administración de estos hogares transitorios sólo le queda
dar aviso a la Procuraduría de Justicia o a la institución o
dependencia que lo canalizó, sin darle seguimiento.
El artículo 11
habla de los traslados y retenciones ilícitos de niños; sin
embargo, son cientos los casos en que un menor es separado
ilegítimamente del padre o la madre que tiene su custodia, e
incluso llevado a otros estados o países con identidad falsa
o, peor aún, depositado en albergues donde lo aceptan sin
mayor investigación.
El artículo 19
establece el derecho del niño a que no se abuse de él física
ni mentalmente; condena el descuido, malos tratos,
explotación, incluido el abuso sexual, y su trasgresión es
considerada como violación a sus derechos. En Jalisco la
mayoría desconocemos que esto sea una violación a los
derechos del niño, e incluso que se constituya en delito.
Considerada la falta como secreto de familia, casi siempre
queda bajo el fiel resguardo de ésta, y se conserva así, ya
que en nuestro medio hay más preocupación por proteger al
agresor que por la víctima, sobre todo si ésta es menor de
edad.
A seis años de
ratificada en nuestro país la Declaración de los Derechos
del Niño, parece que nuestros programas para concienciar y
educar sobre su promulgación y defensa no han logrado su
objetivo. Al menos en Jalisco las cifras no son muy
alentadoras: en febrero de 1997, el sistema DIF Jalisco
denunció que el maltrato a menores aumentó 185 por ciento
durante 1995 y 1996 (Siglo 21, 7 de enero de 1997);
las cifras demuestran que más de 60 por ciento de las
agresiones en contra de menores son de tipo
físico-emocional, 12 por ciento de abuso sexual y 10 por
ciento de abandono de los tutores; el resto son casos de
corrupción de menores, explotación y descuido, entre otros.
Además, se denuncia que cada dieciocho días llega al
Hospital Civil un niño grave a causa del maltrato (Siglo 21,
9 de enero de 1997); 22.5 por ciento presentaban traumatismo
craneoencefálico; 22.5, varios padecimientos; 17.5, agresión
sexual; 17.5, quemaduras en diferentes partes del cuerpo; 10
por ciento, traumatismos múltiples; 5 por ciento, fracturas
múltiples; 5 por ciento, abandono y descuido.
En los casos
señalados, en su mayoría, los agresores son los propios
padres de familia o los responsables de su custodia y
educación. Esto duele e indigna sobre todo cuando maestros,
directores y autoridades de Educación incurren con
frecuencia en transgresiones a los derechos humanos del
niño, e incluso muchas de ellas son delitos graves. Lo
anterior preocupa a la Secretaría de Educación, y aunque en
forma proporcional son mínimos los casos que se presentan en
relación con las personas atendidas al día, no se justifica
que se ponga en entredicho la labor y honorabilidad de una
noble institución por quienes no quieren aceptar el
compromiso que nuestro país suscribió ante las Naciones
Unidas y ante la humanidad.
En el artículo
38 se instituye el derecho a la ayuda humanitaria del menor
refugiado o víctima de las guerras.
Francisco
González Bueno, vicepresidente del Unicef España, informa
que en los pasados diez años un millón y medio de niños han
muerto a consecuencia de las guerras. No basta con matar a
los adultos, también se eliminan las futuras generaciones
del enemigo; la mayoría de las víctimas en las guerras
modernas son civiles, y más de 80 por ciento, mujeres y
niños.En nuestro país, los menores que habitan en la zona de
conflicto de Chiapas merecen atención especial desde hace
más de cuatro años, ya que son quienes sufren los estragos
que ocurren en una zona de guerra.
Los artículos
23, 24, 25, 26 y 27, que consagran el derecho a la atención
especial del niño impedido para disfrutar de una vida plena
y decente, el derecho a la salud y a servicios para el
tratamiento de las enfermedades y rehabilitación de la
salud, a la seguridad social, se ven limitados en su
ejercicio por la pobreza que genera graves repercusiones en
nuestras familias y, sobre todo, en los menores de edad.
Según el Fondo Internacional de las Naciones Unidas para la
Ayuda a la Infancia, en México 14 millones de niños son
pobres, es decir, cerca de 45 por ciento del total son
menores de dieciocho años. En nuestro estado, las cifras son
coincidentes y, por lo tanto, preocupan.
En el Plan
Estatal de Desarrollo del Gobierno del Estado se estima que
la pobreza daña a un alto número de niños jaliscienses. Esto
se ve reflejado en un déficit de 7.6 por ciento de la
población de entre seis y nueve años; más de ochenta y siete
mil niños de esta edad padecen secuelas de la desnutrición
crónica, y más de doscientos cincuenta mil niños menores de
cinco años sufren de manera permanente la amenaza de la
desnutrición. De los escolares de tres a diez años, 11 por
ciento padecen desnutrición (Siglo 21, 14 de mayo
de 1997), lo que se considera un producto más de «la crisis
económica que se agudizó en 1994, y que ha provocado
retroceder el equivalente a diez o quince años en los
niveles de nutrición en nuestro país» (Siglo 21, 23
de mayo de 1997), ya que la calidad de ésta depende de la
capacidad económica de los padres. Recordemos que en nuestro
país 34 por ciento de la población, según cálculos del
INEGI, tienen una tasa de ingresos insuficientes y se
encuentran en condiciones críticas, lo que orilla a un
número cada vez mayor de habitantes a la mendicidad o a
requerir la asistencia social como único medio de
subsistencia. Esto genera un círculo vicioso: si no hay
empleo, no hay cuotas para el IMSS, no se pagan impuestos,
el Estado tiene menos recursos para la asistencia social y,
por otro lado, aumenta la población demandante. Ésta, al no
recibirlos, se verá afectada, sobre todo los menores, a
quienes se les niega el derecho a la salud y a disfrutar
mejores niveles de vida. Recordemos que la pobreza es el
principal factor de discapacidad infantil –cuatro de cada
diez casos de atrofia física tuvieron su origen en la
pobreza. México tiene 2.1 millones de minusválidos (INEGI
1997, Siglo 21, 26 de mayo de 1997).
Las
condiciones de los menores indígenas son preocupantes.
Debemos reflexionar sobre la situación de los 23 000 nahuas
y huicholes que habitan en nuestro estado, 16 por ciento de
los cuales son menores de cinco años con graves carencias
alimentarias. Ellos habitan en municipios considerados de
muy alta marginalidad.
El derecho de
tener un nivel de vida adecuado para su desarrollo físico,
mental, espiritual, moral y social, el derecho a la
educación, al descanso y esparcimiento, y a la protección
contra la explotación económica consagrados en los artículos
27, 28, 29, 31 y 32, se encuentran limitados a escala
mundial para muchos de los niños. En el informe que el
Unicef presentó sobre la situación de la infancia, se
hablaba de que en 1992
por
año mueren 30 millones de niños a causa de la
pobreza; una de cada tres personas que fallecen en
el mundo son menores de cinco años; cada semana
mueren 250 000 niños por desnutrición. En América
latina más de cuatro millones de menores de edad
fallecen por infecciones respiratorias y 14 millones
perecen por ingestión de agua no potable. Los
servicios de salud y educación han sufrido los más
importantes recortes presupuestarios. El deterioro
del entorno económico se traduce, en muchos países,
en una creciente desnutrición, un aumento de las
enfermedades previsibles y un descenso de la
escolarización (Siglo 21, 8 de septiembre
de 1992).
En tiempos de
crisis económica muchos menores se ven obligados a trabajar,
con el peligro de ser explotados y abandonar su educación
básica, lo cual ocasiona que caigan en el subempleo cuando
llegan a ser adultos.
La
Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 1994,
estimó que 100 millones de niños de menos de quince años
trabajan. Entre 15 y 20 por ciento viven en América latina;
95 por ciento de los niños que laboran viven en países
subdesarrollados.
Nuestra
referencia más cercana son los niños jornaleros agrícolas en
Jalisco, sobre todo en Autlán, y la mayoría de los hijos de
los casi treinta mil jornaleros agrícolas de diversos
estados del país que viven con sus familias hacinados en
galerones de lámina en deplorables condiciones de higiene,
muchos de ellos sin seguridad social. Los menores, en cuanto
están en condiciones de sostener el machete, se incorporan
con sus padres al trabajo, aunque no todos lo hacen; muchos
de ellos invaden los poblados cercanos en busca de ayuda
económica para sus familias; recorren las calles; otros se
van quedando de pueblo en pueblo; abandonan todo vínculo
familiar, y engrosan las cifras de los niños de la calle,
sin referencia familiar que permita su regreso.
La protección
contra el uso de estupefacientes y sustancias psicotrópicas,
contra la explotación sexual, el secuestro, la venta o trata
de niños, la tortura, se establece en los artículos 33, 34,
35 y 36 de la Convención. Los últimos acontecimientos
obligan a ir más allá para lograr la verdadera protección
del niño, ya que las mafias del narcotráfico se valen de
menores y, sobre todo, de aquellos que viven una difícil
situación económica, lo que les facilita que éstos ejecuten
actos suicidas, ya no sólo para satisfacer sus necesidades
de consumo, sino también para participar en la
comercialización. En nuestro estado no es nuevo este
problema en niños de primaria de las zonas urbana y rural.
Lo hemos constatado al aplicar el programa de autocuidado y
prevención de la agresión sexual en niños de primaria de la
zona metropolitana del sur y de los Altos de Jalisco; lo
alarmante es que ahora los menores han alcanzado altos
niveles de entrenamiento en la venta y uso de muy variadas
armas.
De acuerdo con
la Declaración de Estocolmo, celebrada en agosto de 1996, la
prostitución infantil, la pornografía, el tráfico y la venta
de niños afectan a más de un millón de éstos en todo el
mundo, por lo que uno de los principios básicos de este
documento suscrito por 122 países, entre ellos México,
«exige la absoluta protección de las autoridades a los
niños, independientemente de su nacionalidad, religión y
sexo, y pide que las víctimas de abuso sexual no sean
castigadas ‘doblemente’ como sucede en algunos países donde
son sometidos a las leyes» (Secretaría de Relaciones
Exteriores 1996).
La agenda para
actuar en contra de la explotación sexual de los niños
intenta destacar los compromisos internacionales,
identificar prioridades de acción. Hace un llamado a los
estados, los sectores sociales, y a las organizaciones del
país y del extranjero contra el comercio sexual de los
menores.
La
prostitución de menores en Jalisco, según Miguel Ángel de
Alba,
muestra un considerable incremento en su incidencia
en los últimos años [...] se considera por lo
general que los menores que ejercen la prostitución
como forma de vida y como medio de subsistencia
proceden de los sectores más pobres de la sociedad
–sin ser una regla– [...], carecen de capacitación
técnica para ejercer algún trabajo calificado y
especializado, lo que los limita a desempeñar
labores que sólo requieren esfuerzo físico, poco
creativo y mal remunerado [...]; se presume que en
98 por ciento de los casos existe algún adulto
detrás de estos menores, ya que son demasiadas las
facilidades que tienen para estar en lugares donde
presuntamente se prohíbe el acceso a menores, como
centros nocturnos, y para rentar cuartos de hoteles
(El Occidental, 2 de diciembre de 1996).
Hasta la fecha
no se ha puesto en marcha un programa destinado a la
recuperación y atención integral de estos niños, quienes
inician la vida sexual desde los ocho años, sobre todo los
menores de y en la calle, niños y niñas, con los riesgos que
esto implica, como la violencia física, la corrupción, el
maltrato, la explotación y, en muchos casos, el homicidio,
el riesgo de contagio de enfermedades de transmisión sexual,
sobre todo del sida.
Los sujetos
que abastecen el mercado de consumidores que buscan la
satisfacción sexual con menores han encontrado esta
actividad más redituable que el narcotráfico.
En este
contexto, ¿quién es responsable de hacer cumplir los
derechos del niño? ¿Los padres? ¿El Estado?
Cuando se
realizan acciones en contra del menor tipificadas como
delitos, se establecen procedimientos y sanciones de acuerdo
con las circunstancias y no necesariamente con el daño
causado.
Muchos agentes
del Ministerio Público, magistrados y legisladores
desconocen no sólo la Declaración de los Derechos del Menor,
sino la propia dinámica del desarrollo infantil; ello
implica que muchos niños sean víctimas tanto de los
delincuentes como de las injusticias en su contra por su
condición de menores, o por el mal manejo de los casos,
producto de la falta de capacitación profesional, la
inadecuada adaptación de los procedimientos y criterios en
la impartición de la justicia y, sobre todo, por el personal
al que acuden los menores involucrados en procedimientos
penales o civiles.
Son pocos los
delitos contra menores de edad que se persiguen de oficio.
Muchos niños quedan indefensos. Es frustrante para los que
denuncian un delito de esta naturaleza que su iniciativa no
proceda debido a la disposición legal de que sea el tutor
quien deba interponer la querella, pues éste es casi siempre
el responsable.
La difusión,
el respeto y la vigilancia de los derechos del niño no
depende sólo de los padres o de los profesionistas dedicados
a lograr su bienestar. El Estado es el único que puede
convocar, organizar y regular la participación de todos los
sectores a fin de alcanzar el bienestar de los menores como
un derecho social.
Si la
seguridad y felicidad de los niños se basa en las relaciones
con sus padres, se requiere una actuación política de más
alto nivel (Leach 1995: 251).
Si aceptamos
que los principales responsables del bienestar del niño son
los padres, las condiciones económicas y las políticas
sociales son determinantes, ya que el fracaso de éstas o la
corrupción se reflejan en los ingresos familiares.
Por desgracia,
los niños del nuevo milenio «tendrán que preocuparse más que
por la salud, la nutrición y la educación, por sus vidas» (Bar-Din
1995: 20).
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Los niños marginados en América latina.
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(1992)
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LEACH,
PENÉLOPE (1995)
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España: Paidós Contextos.
RASCOVSKY,
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España: Paidós-Pomairc, col. Padres e Hijos.
SECRETARÍA DE
RELACIONES EXTERIORES (1996)
«Declaración y programa de acción adoptados en el Congreso
Mundial contra la Explotación Sexual Comercial de los
Niños», 27-31 de agosto.
PERIÓDICOS
Siglo 21
El Occidental |